Una vez ejecutado el acto sin precedentes de allanar e incautar documentos de la Cámara de Cuentas en los que dice haber hallado “pruebas de corrupción”, la Procuraduría Especializada en la Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) tiene ahora el irrenunciable compromiso de hacerla castigar por los jueces.

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Le favorece, en primera instancia, la amplia percepción del público de que esa cámara era corta de vista para descubrir gruesas indelicadezas en el manejo de entidades públicas y casi paralítica a la hora de denunciar y procesar las anomalías detectadas por sus auditores.

El más sonado de los expedientes, el de los sobornos de Odebrecht, superó la prueba del congelamiento en una escala mayor a la de otras auditorías inconclusas de entidades bajo sospecha de ser focos de escándalos de corrupción, como la OMSA.

Esta sensación de insuficiencia en el control de las anomalías administrativas en las instituciones públicas levantó legítimas dudas en el ministerio público, lo que provocó que llamara a interrogatorios a los integrantes de ese órgano contralor, a los que luego acusó de obstrucción de la justicia.

Si de veras se comprueba que el nivel de la obstrucción fue alto y que, en efecto, varias auditorías fueron “maquilladas” para ocultar irregularidades administrativas de grueso calado, estaríamos frente a uno de los mayores atentados contra la institucionalidad.

Ese es el meollo o la parte sustantiva que parece haber dado pie a esta audaz intervención de la sede de la Cámara de Cuentas.

Con ella, la PEPCA asume el crucial compromiso con la sociedad de esclarecer sus sospechas sobre los actos de corrupción y obstrucción de la justicia que imputa a los miembros de la Cámara y dar un histórico ejemplo en favor de la transparencia y el manejo pulcro y bien fiscalizado de los recursos del erario.

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